jueves, 8 de noviembre de 2012

Cuando los gatos se convierten en literatura. Imágenes felinas en la literatura española e hispanoamericana



Inspiración de pintores, músicos, filósofos y escritores, el gato ha llamado siempre la atención por su personalidad cautivadora y su belleza sensual. En nuestra literatura más cercana, escritores como Federico García Lorca y su Canción novísima de los gatos, Jorge Luis Borges u Osvaldo Soriano han sabido plasmar en sus obras y en sus vidas el arrogante carácter de este felino. En la literatura infantil encontramos también algunos ejemplos, como Gloria Fuertes y María E. Walsh, que supieron acercar a los más pequeños esos gatos graciosos y musicales, reyes de la casa y de algunos reinos lejanos. También hay periodistas escritores, como Francisco Umbral o Antonio Burgos, con su obra Gatos sin fronteras: andanzas y fortunas de Remo, un gato callejero, que sigue llenando sus crónicas y sus columnas de gatos caseros, caprichosos, independientes y compañeros. Aunque es el gran poeta chileno Pablo Neruda el que mejor ha sabido representar esta vinculación de siglos en su Oda al gato, incluida en su más célebre obra, 20 poemas de amor y una canción desesperada. Son sólo algunos de los ejemplos más cercanos que analizaremos en esta comunicación, en la que realizaremos un recorrido de la presencia de este animal en nuestra historia y literatura, desde la Edad Media hasta nuestros días, contrastando las diferentes imágenes felinas que los autores presentan en sus obras y comprendiendo las relaciones personales que les unen a estos seres tan especiales.



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Según un estudio internacional coordinado por Carlos Driscoll, de la Universidad de Oxford (Reino Unido), y que ha contado con la participación de Miguel Delibes de Castro, de la Estación Biológica de Doñana, los gatos domésticos procederían de cinco líneas maternas diferentes de gatos monteses de Oriente Próximo (Felis silvestris lybica) y habrían sido domesticados hace más de 10.000 años, coincidiendo con el comienzo de la agricultura. La edición digital de la revista Science recoge las conclusiones de dicha investigación [1] . Los primeros que llevaron a cabo la domesticación de estos animales fueron, probablemente, los egipcios. Dicha costumbre se extiende a continuación a través de los países de Oriente Medio. Los campos de cultivo y los graneros de los asentamientos humanos resultaron los lugares más idóneos para atraer a los roedores más voraces y a las serpientes; presas fáciles para los gatos salvajes. El gato se convierte de este modo en un fiel aliado en la lucha contra las plagas del grano. La simbiosis entre el gato y el ser humano da sus primeros pasos en un proceso denominado auto-domesticación. Del continente africano, nuestros amigos felinos, fueron trasportados como contrabando - ya que las leyes egipcias prohibían sacarlos del país. Los comerciantes fenicios los introducen, de este modo, por todo el Mediterráneo; aquí fueron vendidos como preciados tesoros. Fiel compañero del ser humano en todas las rutas comerciales y de conquista - muy apreciado para controlar las ratas y ratones en los barcos-, terminó diseminando su especie por todos los imperios coloniales.

Por sus cualidades, fue venerado y respetado en casi todo el mundo: en China, en Japón, en India y en América del Sur, donde aparece representado en obras de arte precolombino de Perú. En Europa, sin embargo, su suerte varía dependiendo del lugar, y disfruta de una vida tranquila hasta la llegada de la Edad Media. Sin embargo, surge durante esta época el temor a los gatos, particularmente en Inglaterra. En la cultura celta, existía la creencia de que los gatos negros eran los mejores aliados de las brujas y sus cuerpos servían para que éstas se desplazasen sin ser vistas. Por esta razón, a partir del siglo XII, la iglesia comienza una persecución implacable contra este animal, que consideraba un símbolo del diablo y de la brujería. Sus ejecuciones públicas se convierten en un espectáculo para el pueblo, llevando a la especie, en Europa, casi al exterminio. A mediados del siglo XIV, la llegada de la peste negra provocada por las pulgas y las ratas resulta devastadora. Se cree que el desequilibrio ecológico causado a su depredador facilitó la propagación de la enfermedad por todo el continente. Solo a partir del siglo XVII comienza a reivindicarse su existencia debido a su destreza y habilidad para la caza de ratas, causantes de tan temibles y desoladoras plagas. Y en el siglo XVIII, vuelve a conquistar parte de su antiguo prestigio: no sólo se utiliza como cazador de roedores e insectos, sino que su belleza lo hace protagonista de cuadros, muy especialmente de los de la escuela inglesa, y de motivos escultóricos. En este artículo nos vamos a centrar en los ‘gatos literarios’, protagonistas indiscutibles de las obras más relevantes de nuestros más conocidos escritores y, al mismo tiempo, sus más fieles y sigilosos compañeros. El gato es, sin lugar a duda, el animal de compañía preferido por los artistas y los escritores. Quizás por ese afán de querer parecerse a ellos: independientes, soñadores y amantes de su libertad.

La imagen del gato ha estado siempre presente en la literatura española e hispanoamericana, contribuyendo así a nuestro imaginario común. En la prosa medieval aparecen en las recopilaciones de exemplos, cuyos relatos presentan enseñanzas morales o prácticas. En esta tradición se puede insertar perfectamente nuestro Libro de los Gatos [2], del siglo XIV. Obra de marcado carácter crítico-social y autor anónimo, aunque son muchos los especialistas que opinan que se trata de la traducción de las Fabulae o Narrationes del monje inglés Odón de Cheriton (siglo XIII). El título de la obra llama ya nuestra atención: ¿se trata de una alusión a la curiosidad y sagacidad de los mininos? ¿tienen los arañazos del gato algo que ver? Parece ser que la palabra ‘gatos’ designa a los personajes que son satirizados en la obra, que formaban parte del alto clero y la nobleza. Sólo unos pocos exemplos tienen como protagonista al gato, pero merece la pena resaltar alguno de ellos. Así nos encontramos con el ‘Ejemplo del gato con el ratón’ (IX): la historia de un gato que vivía en un monasterio y que había devorado todos los ratones del lugar excepto uno, el más grande de todos. Para conseguir su objetivo, el gato se disfraza de monje y se une a la comunidad religiosa del monasterio, por lo que el ratón, creyéndole un santo, baja la guardia. Ante la confianza del ratón, el gato no desperdicia su oportunidad y se abalanza sobre él. Al mismo tiempo que le clava sus afiladas garras, le dice que no debería haberse fiado de un simple hábito. En este ejemplo, el gato representa a los clérigos codiciosos que se hacen pasar por santos para ganar honores, riquezas y poder. Otra fábula que podemos rescatar es el del ‘Ejemplo de los ratones’ (XI): un ratón doméstico invita a un ratón de campo a comer bajo techo, asegurándole que la comida que conseguiría sería mucho mayor en calidad y en cantidad. Cuando el ratón de campo acepta la invitación y va a la casa, el doméstico le explica que debía salir del agujero, situarse bajo la mesa de los hombres para recoger la comida que de allí caía. El ratón de campo así lo hace y es atacado por el gato, de modo que durante la huida pierde la comida y casi su propia vida. En el agujero nuevamente, el ratón de campo le dice al doméstico que prefiere las penalidades del exterior que la compañía felina del interior. El ratón doméstico representa a los eclesiásticos usureros que viven de las riquezas de la Iglesia pese al peligro del gato que acecha, que representa al diablo, dispuesto a llevarse sus almas de pecadores. Como se puede apreciar en estos dos ejemplos, la figura del gato sirve para designar a personajes con cualidades poco honestas e incluso maléficas. En otros exemplos como en ‘El ratón que comió el queso’ (XVI), el gato representa a los capellanes que gastan todo el dinero; o en ‘El ejemplo del león con el gato’ (XXXVII) a los hombres que disfrutan hablando mal y gozando de vicios y pecados. No observamos ninguna cualidad positiva en estos pobres animales, pero como hemos explicado anteriormente la obra se escribió en la Edad Media y los gatos no eran en dicha época objeto de culto o adoración, más bien todo lo contrario.

Cercana también a la fábula, aparece en el siglo XVII un nuevo género que nace con la misma épica: la parodia animal. Recogemos aquí tres ejemplos contemporáneos, en los que se incorporan protagonistas gatunos. La Gaticida de Bernardino de Albornoz, publicada en 1604. La historia, relatada en tres actos y escrita en octavas reales, cuenta la muerte y honra fúnebre de la gata Chrespina Marauzmana [3] . El romance de Quevedo, escrito en 1627 y titulado Consultación de gatos, en cuya figura se castigan costumbres y aruños, trata sobre los vicios de la sociedad española del siglo XVII. La idea clave que se defiende en esta obra es que el acto de robar lo debieron de aprender los gatos de los seres humanos, pues ante la posibilidad de quedarse con las cosas ajenas ambos dicen ‘mío’ hablando o maullando. Y por último, el poema satírico de Lope de Vega ‘La Gatomaquia’, publicada en 1634 en la obra Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos. Tanto Quevedo como Lope de Vega partieron en la temática gatuna de su propia experiencia personal, pues según Ramón Gómez de Serna, observaban diariamente a estos animales deambulando libremente por los tejados de Madrid. La pieza poética de Lope, protagonizada por felinos humanizados, sirve para parodiar la épica y las comedias de capa y espada en las que el propio autor era maestro. Se trata pues de una espléndida parodia de la altisonante épica culta, relata los amores de los gatos Zapaquilda y Micifuf que pretende obstaculizar otro gato, Marramaquiz. Este rapta a la novia y la encierra en su castillo. Micifuf asedia el castillo y consigue salvar a su amada. El asunto heroico queda reducido al absurdo mediante la animalización de los personajes, cuyos nombres cómicos refuerzan el efecto paródico. Las tres obras ponen de manifiesto la identificación de lo felino con lo humano: son hombres disfrazados de gatos. La figura del gato sirve aquí para denunciar de forma burlesca los vicios, los estamentos y gentes de la sociedad española del seiscientos.

La lírica del XVIII se halla representada por Félix María de Samaniego (1745-1801) y por Tomás de Iriarte (1750-1791); con ellos florece la fábula. En la cadena de la tradición literaria de este género, Samaniego se convierte en un eslabón privilegiado: «los argumentos prestados por Esopo, Fedro, La Fontaine, Gay, o cualquier otro escritor moderno, pasan por las alquitaras renovadoras de su genio poético» (Palacios 86). El éxito que obtiene Samaniego con sus Fábulas Morales - 257 fábulas distribuidas en nueve libros-, contribuye a la aparición de toda una pléyade de fabulistas españoles que se ejercitan en la moda del apólogo moral, ampliando el género a otros temas y estilos. De entre todos ellos destacamos a Tomás de Iriarte, cuyas Fábulas literarias (Madrid, Imprenta Real, 1782) ofrecen las claves de la estética neoclásica, a la vez que pone en solfa los vicios comunes de los literatos de la época. Parece ser que ambos autores estaban enfrentados por celos profesionales, aunque podemos equilibrar la balanza diciendo que Iriarte destaca por la originalidad de sus temas; Samaniego por la viveza y la robustez en la versificación y en la poesía. Los dos autores emplearon la imagen felina -entre otros muchos animales-, para criticar los defectos humanos. Seguimos pues en la misma temática de los siglos anteriores, donde los gatos son sólo simples disfraces en los que camuflar las vergüenzas humanas. Veamos algunos ejemplos: En ‘Los gatos escrupulosos’ de Samaniego, los felinos representan el tema de la hipocresía de aquellos que sólo dejan de cometer malas acciones cuando les falta oportunidad para triunfar en su empeño; en ‘La gata con cascabeles’ lo que se desprecia es la propia apariencia que parece ser tema importante en la época.

Si nos adentramos en el siglo XIX y en la novela realista, con sus descripciones de ambientes regionales, nos encontramos con varios autores que comienzan a ser algo más condescendientes con la imagen felina. Benito Pérez Galdós (1843-1920) les dedica el título de una de sus novelas más conocidas Miau (onomatopeya con que se designa la voz del gato). La obra, publicada en 1888, lleva este título en honor a las tres mujeres Pura, Milagros y Abelarda, que viven con Ramón, el protagonista, pues todas al ir a la ópera o al teatro se sientan en el paraíso, hablando con voz aguda y como con la nariz encogida, es decir, parecidas físicamente a unos gatos. Si bien es frecuente a lo largo de toda la obra el símil con los animales (Posturitas es un ratoncito, el portero de la casa un gorila, etc.), los gatos son los que aparecen con más frecuencia, pues a toda la familia se les da el apodo de “Miau”.

Yo digo que no se deben poner motes a las personas. ¿Sabes tú quién tie la culpa? Pues Posturitas, el de la casa de empréstamos. Ayer fue contando que su mamá había dicho que a tu abuela y a tus tías las llaman las Miaus, porque tienen la fisonomía de las caras, es a saber, como las de los gatos. Dijo que en el paraíso del Teatro Real les pusieron este mal nombre, y que siempre se sientan en el mismo sitio, y que cuando las ven entrar, dice toda la gente del público: «Ahí están ya las Miaus» (2003: 57-58).

Los gatos continúan con su digna existencia callejera por los madriles de entonces. No sólo se utilizan como eficientes cazadores de roedores e insectos, sino que además sirven de fuente de alimento para las gentes de clase más humilde. En el capítulo trece de la obra de Misericordia (1897), también de Galdós, el escritor recoge esta costumbre:

Contole el ciego que Pedra era huérfana; su padre fue empleado en el Matadero de cerdos, con perdón, y su madre cambiaba en la calle de la Ruda. Murieron los dos, con diferencia de días, por haber comido gato. Buen plato es el micho; pero cuando está rabioso, le salen pintas en la cara al que lo come, y a los tres días, muerte natural por calenturas perdiciosas (2003:163).

Entre los animales domésticos que aparecen en La Regenta de Clarín, destacan los gatos. Son varios lo que van desfilando por el relato. Está el gato ‘profanador’ que entra sin permiso en la catedral ensuciándolo todo a su paso: «El Palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo» (I, p. 121); el ‘parlanchín’, el gato de Anselmo, que maúlla en el patio y enfurece a don Víctor que «se figuraba el misticismo de su mujer como una cefalalgia muy aguda. Lo principal era no hacer ruido. Si el gato de Anselmo mayaba abajo, en el patio, don Víctor se enfurecía, pero sin dar voces, gritaba con timbre apagado y gutural: — ¡A ver! ¡ese gato! ¡que se calle o que lo maten!» (II, p. 209); la vida vegetativa que lleva este gato llama la atención a Ana, que tras la muerte de don Víctor, observa cómo Anselmo pasa las tardes enteras acariciando al gato: «Callar, vivir, sin hacer más que sentirse bien y dejar pasar las horas, esto era algo, tal vez lo mejor» (II, p.528). Otro gato que aparece en el relato es el Moreno, aunque podríamos denominarlo ‘el ladronzuelo’, ya que parece ser el causante de la desaparición del guante del Magistral. Según Petra, el gato traslada dicho objeto hasta la glorieta donde lo encuentra Frígilis: «—El gato, ¿qué duda tiene? el gatito pequeño, el moreno, el mismo que habrá llevado el guante a la glorieta... ¡es lo más urraca!... » (II, p.82); pero quizás sea el gato de doña Petronila el más relevante de todos: «un gato blanco, gordo, de cola opulenta y de curvas elegantes» (II, p. 106) que se va a convertir en el único testigo de las entrevistas entre el Magistral y Ana. Si los encuentros entre ellos se hacen cada vez más largos, el gato se vuelve cada vez más gordo y familiar, aunque ni don Fermín ni Ana parecen hacerle ningún caso.

En casa de doña Petronila, en el salón de balcones discretamente entornados, de alfombra de fieltro gris, era donde pasaban horas y horas los dos amigos del alma, hablando de intereses espirituales, como decía el gran Constantino, sin más testigo que el gato blanco, cada vez más gordo, que iba y venía sin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas de la Regenta y el manteo del Magistral, cada día más familiarmente (II, p. 243).

El gato vuelve a aparecer en el capítulo en el que Magistral se entera gracias a Glocester del desmayo que Ana sufre en brazos de Mesías, durante el baile de Carnaval. Don Fermín huye a casa de doña Petronila para ocultar su dolor y es recibido por el gato blanco que parece intuir algo: «El gato pulcro y rollizo entró y saludó a su amigo con un conato de quejido. Y se le enredó en los pies, haciendo eses con el cuerpo. Parecía que el gato sabía ya algo de aquella traición» (II, p. 315). Intuitivo o no, Clarín es un tanto ambiguo en su descripción, la presencia de este animal en la novela denota una cierta voluptuosidad.

Otro gato blanco se pasea por el cuento ‘El espectro’ de Emilia Pardo Bazán (1851-1921). Al igual que sucedía en El Gato Negro de Edgard Allan Poe, la condesa explota el tema de la obsesión por este animal. En ‘El espectro’ se mantienen algunos de los elementos característicos de Poe, aunque despojados de toda su atmósfera macabra. Aquí, nuestra escritora realza el sentido de lo horrible a través de la visión de un gato blanco. Las repentinas y sigilosas apariciones, la ligereza con la que huye el gato «una forma blanca», que se desliza «rozando la pared», rememoran en Lucio el terrible incidente que tuvo lugar cuando tan sólo era un inmaduro joven de veinte años. El gato aparece en el cuento como animal de compañía de la tía Lucy «el favorito de la buena señora, siempre dormido en su regazo o acurrucado al borde de su falda». Lucio se la tenía jurada al pobre animal, así que no dudó en disparar al felino en una noche sin luna en la que creía tenerle a tiro. Desgraciadamente, lo que parecía un objeto blanco no era el odiado gato, sino su propia madre, que aunque salió ilesa del incidente, nunca más volvió a confiar en Lucio y murió poco después «de una enfermedad cardíaca, originada probablemente por la emoción... » El animal se convertirá a partir de entonces en el espectro de la madre del protagonista, esa tercera persona que se desliza a través del relato. La elegancia del texto es una excusa de la autora para explorar una posibilidad perturbadora: todo el horror se encuentra dentro de nosotros, y jamás existirá un fantasma tan aterrador como las lóbregas visiones de nuestra propia alma. El gato blanco se asocia aquí con una visión perturbadora: la de un alma perdida en busca de sosiego.

Entre los autores de la Generación del 98 rescatamos a dos autores: Pio Baroja y Valle-Inclán, quizás por esa visión tan diferente que poseen de los gatos. Nos encontramos con un Pio Baroja que nos regala la siguiente reflexión:

A los perros se les tiene más cariño; a los gatos, al menos yo sí, más estimación. El perro parece un animal de una época cristiana; el gato, en cambio, es completamente pagano. El perro es un animal un poco histérico, parece que quisiera querer más de lo que quiere, entregar su alma al amo; el gato supone que un momento de sentimentalismo es una concesión vergonzosa. El gato realiza el ideal de Robespierre de la libertad. Como bonito, no hay otro animal doméstico que se le asemeje. Tiene, además, su casta una fijeza y una inmovilidad completamente aristocráticas; en cambio, el perro es una masa blanda con la que se hace lo que se quiere (2000: 29)

Don Pio parece tener una clara preferencia por los gatos, a los que considera un símbolo de libertad y un animal de semblante aristocrático. Uno de los episodios más decisivos en su carrera médica -no olvidemos que Pio Baroja se doctoró en medicina- tiene que ver directamente con este animal; dicha experiencia se convierte además en el capítulo X de su novela El árbol de la ciencia (1985:81-85). Así nos lo cuenta el propio escritor:

El médico de la sala, el doctor Cerezo [...] era un vejete ridículo [...] lo canallesco era que trataba con una crueldad inútil a aquellas desdichadas acogidas allí, y las martirizaba de palabra y de obra ¿Por qué? Era incomprensible. Aquel hombre tenía un fondo sádico. Mandaba llevar a las mujeres a las buhardillas y tenerlas uno o dos días encerradas por delitos imaginarios. [...] Era un macaco cruel este tipo a quien habían dado una misión tan humana como la de cuidar de pobres enfermas. Yo no podía soportar el sadismo de aquel petulante idiota [...].

Una vez decidí no volver más por allá. Había una mujer que guardaba constantemente en el regazo un gato blanco. Era una mujer que debía de haber sido verdaderamente hermosa. [...] El gato era, sin duda, lo único que le quedaba de un pasado mejor. Al entrar el médico, la enferma solía bajar disimuladamente el gato de la cama y dejarlo en el suelo. El animal se quedaba escondido, asustado al ver entrar al médico con sus alumnos; pero uno de los días el médico lo vio y comenzó a darle patadas.

-Coged ese gato enseguida y matadlo -dijo el de las patillas blancas al practicante.

Este y una enfermera comenzaron a perseguir al animal por toda la sala; la enferma miraba angustiada esta persecución.

-Y a esta tía llevadla a la buhardilla, a pan y agua añadió el médico.

La enferma seguía la caza con la mirada y cuando vio que cogían a su gato, dos lágrimas gruesas corrieron por sus mejillas.

-Canalla, idiota -exclamé yo, acercándome al médico con el puño cerrado [...].

-No seas estúpido -dijo Venero- Si no quieres estar aquí, márchate.

Desde aquel día no quise volver más al Hospital de San Juan de Dios (1982: 277-278).

La brutalidad con la que actúa el doctor Cerezo parece sumir a Baroja en un hondo pesar. Es ese mismo dolor absurdo, sin sentido, que encontramos en la obra barojiana. Es el dolor de la brutalidad humana, el dolor que responde al instinto más bajo del ser, y que sume a aquellas criaturas que hablan por su boca del escritor, en el mayor de los pesimismos.

De índole muy distinta son los gatos que aparecen en la obra de Valle-Inclán: ya no son animales de compañía sino símbolos funestos que acompañan a la muerte en las narraciones del escritor. En Rosarito, «el gatazo negro la sigue maullando lastimeramente; su cola fosca, su lomo enarcado, sus ojos fosforescentes, le dan todo el aspecto de un animal embrujado y macabro» (1976: II, 1369). Este modelo de gato funesto, cuyos ojos lucen en la oscuridad y arquea el espinazo, se repite en varias de sus novelas cortas: El rey de la máscara, El gran obstáculo, Beatriz, La Confesión. Los gatos se asocian de nuevo con el diablo y la brujería, quizás por esa superstición que existía en la Galicia de antaño -no olvidemos que la tradición celta está muy presente en toda esa región. También encontramos la misma figura en Mi hermana Antonia donde se produce una conexión entre el gato y el diabólico estudiante. La madre del narrador se obsesiona por un gato que la araña hasta que muere.

Tenemos que adentrarnos en el siglo XX, para que los gatos comiencen a ser admirados y considerados animales de compañía por los escritores españoles. Parece que a diferencia de otros escritores europeos o americanos, la convivencia con estos animales, se inició en España mucho más tarde. Y es que el mundo de la fauna, aunque sigue sirviendo a los escritores para expresar sus propias vivencias y sentimientos, se transforma. Los animales dejan de ser meros instrumentos y se advierte un hilo común de simpatía que une definitivamente las esferas de lo humano y lo animal (Gumpert, 2002: 303). Los poetas de la Generación del 27 dedicaron muchos versos a este genial minino, pero salvaguardando las distancias. Tanto Jorge Guillén como Rafael Alberti quedaron prendados de estos felinos durante sus respectivas estancias en Roma. En esta ciudad siempre al borde del caos, los gatos tienen una presencia permanente, en callejas o entre nobles piedras monumentales. El primero les dedica el poema “Gatos de Roma”, donde recoge una simpática imagen urbana. Los gatos son los fieles protagonistas de la historia de esta ciudad y parecen permanecer en ella como sus ruinas, eternamente: “Alguien feliz y pulcro / se atusa con la pata relamida. / Gatos. Frente a la Historia, / sensibles, serios, solos, inocentes”. Son los mismos gatos romanos protagonistas también de la visión urbana de Roma de Rafael Alberti en Roma, peligro para caminantes (1968), una ciudad muy alejada de los tópicos turísticos: ciudad llena de gatos y suciedad, ciudad de callejones y tráfico imposible (de ahí el título). Años más tarde, en alguna de sus rápidas visitas a Roma, observa que los gatos han desaparecido de la ciudad, y desconsolado, se pregunta:

¿Qué será de Roma sin sus gatos? Creo que a cada habitante de la Santa Urbe le corresponden no sé cuántas docenas de ratas. Desde hace tiempo, durante mis últimas y breves permanencias en Roma, me he soñado comido por las ratas, anidadas las cuencas de los ojos de los ratones. Yo miro y miro ahora desde la ventana de mi cocina y sólo veo siempre esa alta oleada de tejados inmóviles, sin aquella atropellada gracia de los gatos que corrían saltando, audaces, sin peligro, de las cornisas a los balcones al filo de las terrazas, para tomar su puesto a la hora de la comida. ¿En dónde se hallan hoy? ¿A dónde se llevaron a todos aquellos decorativos y maravillosos que poblaban el Foro Republicano, en el centro de Roma, coronando columnas y capiteles, sentados sobre los pórticos caídos, entre la maleza de todo aquel embarandado recinto, desde donde la gente de la calle y los asombrados turistas contemplaban cómo, sobre todo las caritativas ancianas, los alimentaban, llenas de ternura y devoción, tirándoles atinadamente la comida tristeza: ¿dónde están los gatos de los tejados y calles de mi barrio, dónde aquellos que siempre contemplé entre las ruinas ilustres de Roma? (1997:170)

De Gerardo Diego y de su estancia por tierras sorianas nos llega el delicioso poema titulado “Los gatos de Caltojar”, un bello y sincero homenaje a los gatos callejeros que habitan dicha localidad. Gatos ágiles, que se escurren, trepan y huyen “como culebra rampal” al mínimo ruido extraño que sienten, pero que campan a sus anchas entre las alcándaras y los corrales vacíos reinando como “dueños y señores”. En este poema Gerardo Diego muestra a los gatos tal y como son, feroces en sus luchas callejeras, territoriales, pero también tranquilos cuando descansan en las tardes calurosas, o fantasmagóricos en las noches de luna.

En 1986 se descubre el bello poema inédito Canción novísima de los gatos de Federico García Lorca, cuyos versos parecen comprenderse mejor si imaginamos los delicados pasos de un gato sobre el teclado de un piano al mismo tiempo que acompañamos su lectura con la melodía de Claro de Luna de Claude Debussy: «El gato es inquietante, no es de este mundo. Tiene el enorme prestigio de haber sido ya Dios», nos confirma Lorca.

Sin duda alguna, el poema más interesante sobre estos animales nos viene del otro lado del Atlántico. Nos referimos a la majestuosa Oda al gato del chileno Pablo Neruda. Una joya literaria que muestra en su esplendor la más alta forma de la creación, la belleza y la extrema puntualidad de descripción de esencias; ciertamente para Neruda, el animal más perfecto de la tierra es el gato, «sólo el gato apareció completo y orgulloso: nació completamente terminado, camina solo y sabe lo que quiere». El gato se ajusta muy bien a la personalidad del escritor: son políticamente incorrectos y poco o nada condescendientes, por ello ha sido siempre el animal de compañía más deseado por estos. Decía Oswaldo Soriano que un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo. Los humanos dedicados a las letras y los felinos forman parte de esos seres solitarios, individualistas e independientes, así que crean con facilidad alianzas que les permiten convivir sin tropiezos. Entre los escritores de las letras hispanoamericanas que han convivido físicamente con gatos se encuentra el argentino Jorge Luis Borges. En los últimos tiempos, Borges vivió junto a dos gatos: Odín y su amado Beppo, un fiel aunque irascible gato blanco llamado así en honor a un personaje de Lord Byron (quien también tenía un gato con dicho nombre). El escritor estaba fascinado desde la infancia por los grandes felinos y adoraba a los gatos. He aquí un bello poema dedicado a uno de ellos, 'A un gato', de su obra El oro de los tigres (1972): «eres, bajo la luna, esa pantera que nos es dado divisar de lejos». Borges contó en una de sus entrevistas: «Nadie cree que los gatos son buenos compañeros, pero lo son. Estoy solo, acostado, y de pronto siento un poderoso brinco: es Beppo, que se sienta a dormir a mi lado, y yo percibo su presencia como la de un dios que me protegiera» (Conversaciones 353-354). Borges escribió este poema cuando su mucama le contó que Beppo jugaba y atacaba su propia imagen en el espejo: «El gato blanco y célibe se mira/ en la lúcida luna del espejo/ y no puede saber que esa blancura/ y esos ojos de oro que no ha visto/nunca en la casa son su propia imagen». Poemas repletos de amor y ternura dedicados a esos inseparables compañeros de cuatro patas.

El escritor argentino Julio Cortázar forma también parte de la cofradía de escritores amantes de los gatos. Poseía un gato de nombre ‘Teodoro W. Adorno’, tomado del nombre del filósofo y sociólogo alemán. Son numerosas las obras de Cortázar en las que el gato aparece mencionado: en muchas partes de sus cuentos y de sus novelas, como por ejemplo el gato calculista del capítulo 49 de Rayuela o en El Diario de Andrés Fava, publicado póstumamente. También aparecen en el pasaje de Último round (1969) titulado ‘La entrada en religión de Teodoro W. Adorno’. En ‘Orientación de los gatos’ en Queremos tanto a Glenda (1980), en ‘Más sobre filósofos y gatos’ (donde cuenta porque le puso a su gato “Teodoro W. Adorno”) en La vuelta al día en ochenta mundos (1967), y en “Cómo se pasa al lado”, donde Cortázar hace un asombroso descubrimiento acerca de los gatos... y la comunicación, comparando a los gatos con teléfonos.

No podemos cerrar este pequeño y simbólico capítulo de la literatura hispanoamericana sin volver a citar a Osvaldo Soriano. Hay gatos en todas sus novelas. Ellos han sido fuente de inspiración desde su comienzo como escritor – uno de ellos le trajo la solución para Triste, solitario y final (1973), su primera novela. Pero es otra de sus obras la que nos gustaría destacar: El Negro de París (2001). El protagonista es un niño argentino que abandona su país junto a su familia para exiliarse en Francia, dejando tras de sí su hogar, sus amigos, sus juguetes y a su adorada gata Pulqui. El negro es un gatito de seis meses que adoptará en París, que le enseñará a viajar con su imaginación a través de los tejados parisinos. Desde lo alto de la torre Eiffel podrá ver lo que sólo puede verse con la mirada del Negro: su patria, Buenos Aires al otro lado del mar. Gracias a su nuevo amigo, recuperará la esperanza de volver algún día a su amada ciudad y ofrecer un nuevo compañero a su gata Pulqui. Se trata de un cuento infantil, pero a la vez sabe conmover a los adultos. El Negro está en la obra personificado, pero no pierde por ello ni un ápice de su esencia gatuna. El propio autor los conoce muy bien por haber convivido con ellos a lo largo de su vida, él mismo se consideraba gato perezoso y distante.

En la literatura infantil rescatamos a Gloria Fuertes y María E. Walsh. Ambas autoras supieron acercar a los más pequeños esos gatos divertidos y musicales, reyes de la casa y de algunos reinos fabulosos. La poeta madrileña manifestó siempre una preferencia hacia a los animales a los que dota de cualidades humanas y les hace vivir distintas aventuras, a la manera de fábulas actuales. Muchos son los gatos que protagonizan las historias de Gloria Fuertes. Uno de los más conocidos es la gata Chundarata. Los nombres que les otorga son sorprendentemente peculiares: Timotea es una gata, Garrapato es un gato, Picassin el gato artista, la gata Gertrudis, Marramiau I, el rey de la cordilla, Pirracas, etc. Son numerosos los cuentos en que los mininos ocupan un lugar privilegiado en su obra. Los animales, en general, le hacen mucha gracia y aprovecha este innato interés que sienten los niños por el mundo animal, para infundirles el amor y el respeto hacia ellos. Para la poeta es fundamental educar al niño en el amor y el respeto a los animales.

Al igual que Gloria Fuertes, la argentina María E. Walsh fue un ícono de la infancia que marco a muchas generaciones. Consiguió cambiar la literatura infantil en toda América Latina, transformado la manera de ver la infancia y de mirar a los niños, con una actitud respetuosa e inteligente. Su obra se alejó del tono moralizante de los cuentos de la época y abrió un mundo nuevo de imaginación y juego, más relacionado con la Alicia de Carroll que con la literatura tradicional argentina. Canciones como ‘Chacarera de los gatos’, ‘La calle del gato que pesca’ o libros como Zoo Loco (1964) se encuentran repletos de simpáticos mininos.

Entre los periodistas escritores más conocidos, profundos admiradores del gato, se encuentran Francisco Umbral y Antonio Burgos. El primero lleno sus crónicas y sus columnas de gatos caseros, caprichosos, independientes y compañeros. El segundo con su obra Gatos sin fronteras: andanzas y fortunas de Remo, un gato callejero y Alegatos de los gatos nos ha ofrecido quizás la imagen más acertada y cercana del gato como animal doméstico. Aquellos que tenemos la suerte de compartir nuestro espacio con este animal nos identificamos plenamente en sus páginas.



A modo de conclusión, podemos asegurar que pocos animales pueden presumir de unos orígenes tan remotos y aristocráticos y de una tradición literaria tan rica, como los gatos. Nos han cautivado por su inteligencia, su misteriosa belleza y elegancia y su desdeñosa independencia. Se trata de gatos extraordinarios, dotados de nombre propio y también del don de la palabra, con sonrisa plácida y burlona, que se adueñan del hogar y riñen a los humanos de la casa, o que saben deleitarlos contando aventuras y cuentos fantásticos en las plácidas veladas de invierno. A su embrujo han sucumbido, al menos, todos estos grandes escritores, clásicos y contemporáneos, que acabamos de nombrar. Seguramente hayamos olvidado a muchos otros, esta es sólo una pequeña muestra de la importancia que han tenido estos animales domésticos o asilvestrados en la historia de la humanidad y en nuestra literatura. Esperemos que sigan acompañándonos por mucho tiempo.





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[1] Driscoll, C. « The Near Eastern Origin of Cat Domestication », Published Online June 28 2007 Science 27 July 2007: Vol. 317 nº. 5837 pp. 519-523.
[2]  Se conserva en la Biblioteca nacional un códice, al parecer de principios del siglo XV, titulado Libro de los exemplos. En la época era habitual un género de literatura ejemplar que por medio de narraciones breves pretendía transmitir valores morales y buenos consejos. A las obras de este género se las conoce como ‘ejemplarios’. Cada exemplum está descrito en un pequeño cuento que ilustra la moralidad allí referida. En el folio 35 del citado manuscrito se inicia una serie de dichos cuentos agrupada bajo el epígrafe “Aquí se inicia el libro de los gatos”.
[3] El título completo de la obra es: “La muerte, entierro y honras de Chrespina Marauzmana, gata de Juan Crespo. En tres actos de octava rima, intitulados La Gaticida”. Fue editada en Paris en 1604 por Nicolo Molinero.



 
Ponencia presentada en el Coloquio Internacional FICCIONES ANIMALES / ANIMALES DE FICCION EN LA LITERATURA ESPAÑOLA E HISPANOAMERICANA Université de Lausanne, 19 y 20 de octubre de 2012.

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